viernes, 1 de noviembre de 2024

VIRIDITAS, 28. Entrevista a Antonio Santos, historiador del arte

Nos presentaron tras una conferencia que impartió en el Palacio de Festivales sobre la ópera Madama Butterflay. Intercambiamos nuestros contactos y le pedí colaboración. De resultas, un par de semanas más tarde le estaba esperando en la puerta principal del hospital, en la explanada exterior. Esta vez con tiempo. Para observar, también. Siempre me han conmovido los pacientes que entran, solos o acompañados, con sus maletas, listos para su ingreso, previsores. De repente veo a Antonio Santos cuando está solo a unos pasos, de negro, se diría caído del cielo si no luciera el sol, las gafas redondas enfocando la cara. Es doctor en Historia del Arte y profesor en la Universidad de Cantabria. Su mundo es el cine y más en particular el japonés. Acaba de publicar una monografía dedicada al cineasta Hiroshi Teshigahara que llevo en la mochila. Tengo el libro subrayado (a lápiz) de principio a fin. En cambio me falta su trabajo sobre Yasujiro Ozu, un clásico contemporáneo difícil de encontrar pese a sus varias ediciones.

Nos saludamos cordialmente y nos dirigimos a los jardines dando un rodeo para evitar los pasillos. No sabía que hubiera jardines aquí, se excusa Santos, y yo le contesto que ni él ni casi nadie, ni siquiera muchos de los propios trabajadores del hospital, por eso la importancia de iniciativas como esta.

¿Me podrías recordar en qué consiste?, pide. 

En incorporar experiencias a los jardines. Hacer de ellos espacios vividos. Le confieso que mi objetivo último es conseguir abrirlos al público para celebrar el centenario de la institución, que ese sea el principal acto conmemorativo.

Da su aprobación. También a las reglas del juego (así lo califica él): no grabo, solo tomo algunas notas, transcribo recurriendo a estas y recuerdos, fundamentalmente a estos, luego le paso el resultado y si da su visto bueno lo subo a esta página.

De camino al Edificio Enlace, que es la principal puerta de acceso a los jardines, le pregunto por la bandera de Japón. No veo el amanecer desde mi despacho pero sí su reflejo en la pared de enfrente. Traigo el recuerdo del de hoy cargado en la cabeza. Se llama hinomaru, responde. Japón es el país donde primero nace el sol.

Añade que Teshigahara admiraba a Dalí. Estuvo de visita en su casa de Port Lligat. Dalí aseguraba que era el primer lugar donde amanecía de la Península Ibérica. Incluso se había construido un artefacto con espejitos para que le despertara la primera luz del día. Dalí sentía una gran conexión con Japón. Su casa era la casa del sol naciente.

Por eso quizá estaba tan iluminado, apostilla Santos.

En Cantabria hay rubios que son "rojos". Una tía mía era "la roja" hasta que después de la guerra, por precaución, pasó a ser "la rubia". El escritor asturiano Xuan Bello refleja en Los cuarteles de la memoria circunstancias muy parecidas. Le pasa también al maíz, que al del país (el que se come, por ejemplo en forma de borona, no el actual híbrido que se destina a los animales) se le tiene por "rojo", aunque sea amarillo. La percepción de los colores es cultural. El sol en Cantabria tira a rojo, no es amarillo. Le pregunté en una ocasión a un paisano y me dijo que rojo porque es el color del sol al amanecer, el primero, el que te dice que tienes que bajar a arreglar la cuadra. Ese sol rojo es el más importante.

El sol nace en cada sitio a su tiempo.

Traspasamos la última puerta del Edificio Enlace y se abren los jardines. Le indico cuál es el pabellón de la biblioteca, el 16. 

Le pregunto por la palabra japonesa para jardín y su origen: niwa, cuyo ideograma remite al espacio amplio delante del palacio propicio para la recepción de los dioses, su pista de aterrizaje, por así decir, aclara. 

A mí niwa me parece descansar en una noción compartida con el claro en el bosque, en el origen del templo griego, que es precisamente esto, la representación de un claro en el bosque, donde vive el dios al que está dedicado el templo, rodeado de árboles, que son las columnas.

Efectivamente, concede Santos. Hay un mismo sustrato, humano.

Pero siendo nosotros naturaleza que toma consciencia de sí misma, continúo, resulta que nuestro primer acto como seres humanos es contra nosotros mismos, contra la naturaleza que nos constituye. La tala. No deja de ser contradictorio, apunto.

Santos contrarresta y dice que somos en el camino, en la mejora. Yo por ejemplo soy vegetariano, anuncia, y amante de los animales, de ahí mi repugnancia por la tauromaquia, amplía. Toda práctica artística en Japón se presenta como un progreso. La jardinería no es una excepción, concluye.

Al pie del Pabellón 16 yace el escudo que remataba la fachada del antiguo pabellón de dirección, cuyos sillares se encuentran en la actualidad enterrados en Punta Parayas. Le acompaña un cuadro de hormigón donde reposaba la basa del busto del marqués, hoy en el salón noble de la biblioteca donde se trasladó por cuestiones de conservación. Santos se detiene ante el escudo y le aplica un análisis semiótico de urgencia:

Evoca el capitel jónico. Hay también hojas de acanto. Está presente la idea de cornucopia o cuerno de la abundancia.

Soportando el escudo hay dos cabezas que recuerdan a Jano, de donde la palabra enero, el dios de las puertas, de las transiciones, porque miran para lados opuestos. Podría mirar una al mar y la otra a la montaña, propone Santos, la primera corresponder a un marino y la segunda a un minero o a un ganadero, completa. A mí me vienen a la cabeza la marquesa y el marqués, de perfiles tan contrastados, pero no lo digo. Son rostros ceñudos que denotan fatiga y concentración, sigue. Anuncian una tierra hermosa pero a la vez dura. Podría tratarse de una "vanitas".

Encuentro aquí, sigue, una conexión con la cultura japonesa y es la idea de evanescencia: todo pasa con el tiempo, todo quedará reducido a nada. Es inevitable acordarse del soneto "Vida" de José Hierro. También se oye rebullir el río de Heráclito.

Parecen caras de distinta edad, representar una la juventud y la otra pertenecer a una cara provecta, señala. Quizá sea por el efecto del tiempo: el de la climatología, interrumpo pero sin efecto. Faltaría la de la infancia, y se queda pensativo.

El propio escudo, la infancia podría ser el propio escudo o el propio espectador desprejuiciado también, se corrige.

Damos unos pasos y nos situamos ante el cuadrado de hormigón del suelo. Él rápidamente lo reconoce como una postrimería, y me preocupo de apuntar esta palabra tal cual. Todas las obras de los hombres son pasajeras, dice.

Aquí una piedra quedaría bonita, y se agacha para coger una. La sopesa, ahueca la mano y se la lleva al centro del volcán, la rescata con dos dedos y la contempla como si alumbrara. La coloca en la peana. Coge otra y hace lo mismo.

La naturaleza es nuestra maestra, dice. Hace su ejercicio en la piedra. El oficio del jardinero es reconocerla. Tiene también que decidir cómo ponerla, por ejemplo cuánto enterrar y cuánto debe asomar, y que dialogue con su entorno.

Hay tres tipos de jardines japoneses: de colinas, de estanques y de piedra. El que tiene mayor carga de profundidad es este último, sugiere.

Termina y el resultado se compone de dos elementos de tres piedras, dos tumbadas y la del medio erguida, y dos piedras, estas con musgo, más una piedra sola también cubierta de musgo, dibujando el conjunto un triángulo escaleno.

Piedras tienen que ser tres o jugar con ese número. No puede haber simetría. El tres es un número cargado de sacralidad en muchas culturas. La Trinidad, por ejemplo. Piedras unidas por lo que las separa, que puede ser niebla, agua o nada. La arena o la grava es la nada puesta en escena. Se rastrilla para que la veas. Es un código como el de las banderas que utilizan los barcos.

Ten presente que un jardín no es naturaleza, es representación de la naturaleza, es una abstracción, no es la naturaleza tal cual, recuerda.

Nos ponemos alrededor del pequeño jardín de piedra improvisado como si tras un chaparrón nos estuviéramos secando al calor de la lumbre. Se le ve satisfecho. Le hago una foto pero salen varios compañeros de fondo y no quiero comprometerles, así que no la pongo.

Nada es gratuito en la naturaleza. Quien es capaz de entender el lenguaje de las piedras es capaz de descubrir la belleza de lo aparentemente inexplicable. Son palabras que recojo de forma literal. Santos jalona la conversación con síntesis sorpresivas que deslumbran y ese es el aviso.

Propondría hacer un jardín seco aquí, dice. Sería muy atractivo tanto para pacientes como para acompañantes, visitas y trabajadores. Si os animáis, contad conmigo.

Lástima ese edificio a sur, señala. Se refiere al edificio de consultas. Le digo que estaba previsto que la carta de presentación de la ciudad fuera la línea de pabellones, que en parte por eso se conservaron, para que fueran lo primero que se viera entrando por Lamarga, pero que luego se levantó Valdecilla Sur y no pudo ser. De hecho Valdecilla Sur está pintado con la pintura de los barcos de guerra, la que los esconde a la vista en alta mar, para que se vea lo menos posible.

Expone entonces el concepto shakkei, la "vista prestada". Consiste en incorporar al jardín elementos externos, por ejemplo una montaña: Peña Cabarga, por qué no, si se pudiera, si no interrumpiera la vista Valdecilla Sur. Imagínate, reta Santos. El shakkei lleva implícito un límite, pero para traspasarle. O trascenderle.

Este efecto estético, el shakkei, cuyo fin es reconciliarse con la naturaleza, es lo que le falta a Santander, deplora Santos.

Es importante renaturalizar las ciudades, propone.

Me gusta que emplee el término renaturalizar porque entiendo que el pasado guarda soluciones útiles en la recámara. Recurrir a ellas no es retroceder, es continuar. Como dejó escrito Manuel Llano, lo bueno es siempre moderno.

Las terrazas de los pabellones responden a esta lógica de re-existencia. Se inspiran en nuestra arquitectura tradicional. Se orientan a oeste para que los pacientes puedan aprovechar el sol de la tarde tras una larga mañana de pruebas. Hoy no tienen acceso a ellas.

El hombre está incompleto sin naturaleza, dice. Estos espacios intersticiales de la arquitectura tradicional cántabra saben de ello y facilitan la interacción, apunto. Lo mismo pasa en Japón. Se aprecia en la filmografía de Ozu, añade. A mí me vienen a la cabeza y se lo digo los planos tomados por la vegetación, que incluso llega a interrumpir la visión del espectador, en la adaptación al cine de la novela Tokio Blues de Murakami dirigida por Tran Anh Hung.

La casa japonesa y la montañesa tienen un alma en común: un tejado autoportante, es decir, una estructura de madera que sostiene el tejado, que en el caso cántabro se levanta en verano (cuando se termina se pone un ramo generalmente de laurel en la cumbre) y se rodea de paredes de piedra en otoño, a cubierto. La casa cántabra viene definida por la cortina de agua que cae de los aleros. Es una definición radicalmente líquida. La casa japonesa, de lógica equivalente, viene definida por la sombra. Tampoco es un límite claramente definido.

Le conduzco al pozo vecino. Nos asomamos y se entusiasma. Pero no por lo que ve sino por lo que proyecta en él. Es un espacio oscuro y árido. Le parece el lugar ideal para un jardín seco. Le hago ver que los compañeros han ido sacando macetas con plantas, que son espacios que ya están intervenidos. Se lo sigue pareciendo. Santos apela a la armonía. En mi opinión hay que tener cuidado con los valores que subyacen en conceptos así, aparentemente blancos (el propio adjetivo que utilizo no es inocente para que sirva como testigo de cargo). El paisaje nació como género pictórico. En los primeros paisajes, los que fijaron las coordenadas de lo que es un paisaje (y de aquí por ejemplo que la noción de paisaje siempre venga cargada de cierto componente visual), en estos primeros pinitos, las, digamos, pasiones humanas estaban subordinadas a un pretendido estado natural de las cosas. La naturaleza estaba por encima de los males que afectaban a la humanidad, los naturalizaba, es decir, desactivaba cualquier crítica. Las cosas estaban bien como estaban, transmitían los paisajes, pero la realidad es que estaban bien solo para unos pocos, precisamente aquellos que podían pagar los paisajes. Estos no eran reflejo del poder, es que el poder se valía de ellos para reafirmarse. Sabiéndolo, es inevitable recelar de los valores que pueda transmitir la armonía codificada en los jardines japoneses. Por qué va a ser mejor, volviendo a nuestro caso concreto, un jardín seco que otro completamente subjetivo y asistemático, que de jardín solo tiene el deseo de serlo, si acaso, pero que a lo mejor aporta una satisfacción infinita a sus usuarios porque, se me ocurre, esta planta se la regaló su hijo el día de la madre y aquel árbol nació del corazón de una fruta que trajo para comer durante el descanso. Tienes razón, concilia Santos. Pero no olvides que el jardín japonés es un camino. Cada uno lo transita como quiere, y acompaña sus palabras con un gesto sutil de las manos.

Veo que manejas una idea del ser humano en progreso, en el fondo muy humanista, señalo. 

Claro, porque lo soy, responde.

La cultura clásica de la que procedemos quizá apelaba a la razón en la misma medida que la japonesa lo hace al espíritu, aventura. De la nada al todo los griegos y del todo a la nada los japoneses. Los primeros seguían la línea recta y los segundos la curva. Los griegos construían templos, no jardines. Los jardines europeos son herencia romana. Así la Villa Adriana en Tívoli, la Villa Jovis de Tiberio en Capri o la Domus Aurea de Nerón. Quizá los griegos trataban de domesticar la naturaleza y los romanos recrearla.

La naturaleza es nuestra fruta del conocimiento y tratamos de aprenderla (Grecia) y de aprehenderla (Roma). Santos enarca las cejas para subrayar la hache muda.

Quizá sea llegada la hora de recorrerla.

(pausa)

En este jardín hospitalario prevalecen las líneas rectas, advierte. El japonés trata de reproducir la naturaleza y para ello no utiliza escuadra ni cartabón. En el jardín de té prima el efecto sorpresa que encontramos en la naturaleza. Reproduce la naturaleza en su misma esencia. A mí estas palabras de Santos me llevan a aquella vez que me interné solo por el laberinto de caminos abiertos por los animales entre las árgumas que coronan la Sierra de Cos, más altas que yo, emocionado pero también asustado por lo que pudiera salirme al paso.

El hospital está regido por la razón. Quizá la labor de los médicos sea domesticar una naturaleza interior enmarañada, que eso sea curarnos, dice.

Desbrozar la cima para construir en ella, los griegos, en lugar de recorrer los senderos, los japoneses.

La medicina es el elogio de la luz, de la razón. Es el envés del Elogio de la sombra de Tanizaki, Mario.

Nos dirigimos a la cafetería. Seguimos uno de los caminos enlosados. No coinciden los pasos, los de ninguno de los dos, me temo que los de nadie. No parece que sigan una cadencia regular. Terminamos avanzando a saltitos. En el jardín de té los caminos buscan provocar la sorpresa. Estos caminos del hospital lo consiguen.

Damos la vuelta por las obras de los protones y nos metemos por el acceso de la última de las torres a la cafetería del hospital, en la parte de personal. Nos acomodamos en una mesa del fondo. Pronto se llena, es la hora. Ponemos el libro de pie para que se vea la cubierta. Se sostiene porque tiene más de quinientas páginas. Aprovechamos para que me lo dedique. Santos ha traído un rotulador de tinta blanca porque las páginas de respeto son negras. Leo la dedicatoria al llegar a casa. Es un poema.

Respondo ahora que estoy transcribiendo la entrevista, el reloj del ordenador de casa marca las cinco y media de la mañana, con un haiku mío:

Por fin sale el sol.
Vuelve la noche adentro.
Letra redonda.

Pedimos sendos cafés y le propongo un juego: yo le defino una serie de palabras cántabras y él me dice qué le sugieren. 

La primera es sagarréu, "alboroto", que emparenta con el asturiano sarréu, "playa con mucha piedra a la que es difícil llegar", ambas de una palabra árabe que significa "rocoso". En la playa de Portio se puede escuchar este alboroto que produce la marea arrastrando las piedras del fondo. 

Muso Soseki fue el primero en intentar evocar un río a través de piedras. Fue en el Templo del Musgo, llamado Saiho-ji. Teshigahara hizo lo mismo en el jardín que construyó en el museo de la fotografía de Tokio. Los ríos japoneses, como los cántabros, son cortos e impetuosos, lo que hace que aparezcan canchales en las orillas. 

Le digo que a estos canchales en Cantabria se les llama leras. Sirven para amortiguar las crecidas de los ríos, para mitigar sus efectos. No parece buena idea sustituirlas sistemáticamente por canalizaciones que imprimen una velocidad endiablada al agua, aumentando la peligrosidad de los ríos.

Siguiendo con la traslación cántabra de conceptos japoneses, le explico lo que son las paseras: las piedras que vas echando al lecho del río para cruzar. Las hay en La Fuentona de Ruente. Le enseño una foto y él me dice que ha estado en un sitio de Tokio igual a este.

Los ríos de piedra son representaciones que establecen conexiones poéticas entre lo mutable (todo fluye) y lo perdurable (la piedra), cierra.

Las siguientes palabras son ero y luga. Las traigo a colación porque la ceremonia del té se ha definido como un encuentro y una oportunidad. Ero significa "soy". Es una forma de construirse en el otro. Soy porque eres. Por su parte, luga significa "oportunidad". Llegó a mí en boca de una paisana que definió así un rayo de luz que pasaba entre las nubes del cielo. Más tarde me la han definido como el momento propicio para hacer algo. Probablemente emparente con la palabra lugar, que, bien mirado, también es un sitio propicio para estar.

Un claro en el bosque, por ejemplo.

Yo soy porque tú eres, repite Santos. Esto mismo lo dijo casi con tus mismas palabras Jorge Guillén en el poema "Aire nuestro III" de Cántico Espiritual. También dejó escrito "lo profundo es el aire". Este poeta está muy cerca de la concepción espiritual del jardín japonés.

Respecto a luga, el jardín japonés y en particular el seco representa la oportunidad de encontrarte con lo esencial, sin vegetación, sin árboles y hasta sin agua. La belleza de lo esencial. Suprimir antes que añadir.

Por último le propongo bita, "añico", que yo quiero relacionar con el inglés bit, "poco", y aun con beat, "latido". No es la única palabra cántabra con aire inglés. Tenemos también el verbo esticar, "pegarse", por ejemplo contra la pared, que parece familia de to stick, con el mismo significado, o ráspanu, "arándano", que parece emparentar con raspberry, "frambuesa", que en cántabro es carrambuela, a su vez en diálogo con cranberry, "arándano".

Santos explica que así como las piedras del jardín japonés no pueden estar situadas formando un triángulo equilátero, es decir, no pueden guardar una relación simétrica entre sí, la cerámica japonesa tiene que ser inestable.

Tiene que estar a punto de caerse y romperse en bitas.

La vida es así. La cerámica tiene que ser así.

Son palabras estas que me propones también en el umbral, asomadas al vacío. Las utilizaré, asegura. Me alegro, digo, porque con ellas trato de hacer algo parecido a lo que pretendo con los jardines del hospital: añadir capas de valor para hacerlas más interesantes. Dorarlas, como diría el escultor Nacho Zubelzu, aquí.

Lo que no se conoce difícilmente se puede valorar.

La cerámica se relaciona con el ikebana. A fin de cuentas, la cerámica es tierra y de la tierra nace la flor. El padre de Teshigahara fue uno de los renovadores del arte floral en Japón. De su mano, el ikebana basculó de la naturaleza al artista, de la representación de la naturaleza a la expresión del artista. Pero este cambio no se planteó como una ruptura, al contrario. El ikebana del pasado era una expresión grandemente abstracta. Este componente es el que se eligió como herencia.

La herencia también se elige, como afirma José Luis Bilbao, aquí.

La cornucopia desvelada en el antiguo escudo de la institución, por ejemplo. No parece que transmita valores que debamos reclamar como propios. Estás en lo cierto, aprueba Santos. No se trata de esquilmar, sino de proteger y hacer posible. No de someter sino de acompañar. Quizá la explotación esté en nuestra naturaleza pero hemos alcanzado tal nivel de civilización que podemos y debemos vivir con ella (convivir, puesto que nosotros también somos naturaleza, incluso estar en paz con uno mismo) sin explotarla. Los cuadros cargados de flores de distinto tiempo, la idea de superabundancia, son representaciones falsas.

Dos experiencias que expongo a Santos.

Entramos mi mujer y yo a un portal antiguo de Reinosa presidido por un maceta con una rama seca preciosa de roble. Hicimos una foto. Se la enseñamos a un amigo naturalista y aventuró el lugar donde la habían cogido, de qué bosque procedía. No solo por la rama en sí, sino por la costumbre: Villacantid, dijo. Volvimos otro día y llamamos al timbre. El vecino reinosano confirmó su procedencia. También nos dijo que se hacía así en su familia desde siempre.


Estamos esperando mi mujer y yo para comer en el pueblo de Saja. Enfrente del restaurante hay una socarrena con varios árboles en miniatura, casi todos hayas. Tuvimos la tremenda suerte de encontrar al dueño. 

Los lleva haciendo desde niño, hace más de cincuenta años. Es la edad de alguno de estos árboles, que él llama arbolucos chicos. Incluso reproduce el efecto del viento utilizando pequeñas cuerdas o jaretos para imprimir la forma precisa. Es la misma técnica empleada para mantener las varas de la huerta en pie o, más recientemente, los eucaliptos recién plantados que crecen muy rápido y se doblan: los atan a los que se mantienen firmes para que le ayuden.


En mi casa siempre se dijo que había que ir al ritmo del más lento. Me parece un valor antiguo que tiene buena aplicación en el presente.

El pasado entendido como repositorio de soluciones viables frente a retos del presente, trato de formular. Santos acuña la siguiente sentencia: el cambio basado en la permanencia.

Durante la pandemia se secaron todas las hortensias de las dos terrazas de la biblioteca por falta de riego. Me dio mucha pena, eran hortensias muy hermosas. Seguramente antiguas, también. Tengo la idea de plantar en su lugar varias plantas relacionadas con el paisaje de Cantabria entendido en sentido amplio: las flores favoritas de Gerardo Diego (para lo que he preguntado a Andrea Puente, directora de la Fundación Gerardo Diego), que eran las clavelinas, las de Pereda, que tenía jardín, o plantas con una carga estética aún por explorar, como las pipas (Ranunculus ficaria) o las rucieras (Molinia caerulea), que me presentó Raúl Molleda, aquí. Le pedí asesoramiento al responsable de los jardines del hospital y ya me ha traído una aceba que es hija de la que hay en el terreno del pabellón de dirección, tan antigua como el mismo hospital. Pretendo con estas plantas abrir conductos en el tiempo, tal y como propone la escritora Olivia Laing, indagar en el pasado para buscar versiones positivas que puedan ser vitales en el futuro. No voy a recuperar las hortensias pero sí su espíritu. Esta es la esencia misma de los jardines del hospital: las ideas que explican las cosas.

Entramos entonces de lleno en la definición del conocido como "Espíritu Valdecilla". Es estar dispuesto al cambio para asegurar la adaptación a un entorno cambiante, trato de sintetizar.

Para los japoneses, apostilla Santos, solo es real lo que cambia. Estar dispuesto a cambiar es condición para el ser.

Decía Picasso que hay que mirar a los orígenes para renovarse, dice Santos.

Hubo un tiempo en que seguramente fuera necesario talar. Ahora es llegado el momento de repoblar, concluye.

Se nos ha hecho tarde. Él va andando a todas partes. Vive lejos. Le da igual. Le acompaño hasta Cuatro Caminos. Me recomienda ver Dersu Uzala de Akira Kurosawa. La vi de pequeño. No me acordaba.

VIRIDITAS, 27. La alondra

A mediados de septiembre celebramos en el hospital un homenaje al escritor Álvaro Pombo. Su por entonces última novela, titulada Santander, 1936, respondía a unas coordenadas también importantes para nuestro hospital, por eso le invitamos, por eso y porque su trayectoria nos parecía coherente y valiosa. Enmarcamos el homenaje en una jornada titulada Escritura y Salud que presentamos como primera edición, en previsión de nuevas ediciones, nuevos autores, nuevas oportunidades para estrechar relaciones con nuestro entorno cultural.

Álvaro Pombo se mostró encantado. En sus palabras de agradecimiento dijo: "Estamos en un territorio esforzado. Valdecilla es un territorio espiritual, material esforzado." Esta correspondencia entre las ideas y su manifestación, entre lo que se piensa y se hace, es efectivamente uno de nuestros pilares.

Fue una jornada larga. Fue un día de pleamar y luna llena. Álvaro Pombo añadió en su discurso que le hacía mucha ilusión volver a Santander "para ver su paisaje maravilloso, el de la pleamar, hoy hay pleamar, es la pleamar, es como la luz eterna, la pleamar es la luz eterna y celeste."

En días así se ve pasar a las alondras que vienen por la mar buscando el sur. Son pájaros que si pasan cerca, por ejemplo en la cima de un monte, la alondra y tú, te envuelven, te arropan con su canto.

La compañía, el músculo.