Aparcamos frente a un bar que antiguamente también funcionó como tienda. Dentro el tiempo parece haberse detenido. Lo regenta una anciana cuya tez se empasta con el color de las paredes. Tras el mostrador de madera, encima de una puerta que permanece cerrada, se exponen varias mariposas clavadas con alfileres, las de un lado de día, de colores, y las del otro grises y de mayor tamaño. Unas hacen bonito y a las otras las matamos cuando entran de noche, aclara.
Si seguís río arriba, encontraréis al poco una casa con claveles antiguos en el balcón. Antes había muchos, en todas las casas había alguno, pero ya no, añade.
La hilera donde se encuentra la casa está al lado de la capilla. Los sillares de la capilla están reutilizados. A simple vista se reconocen varias palabras en latín de una antigua inscripción. La fachada parece una sopa de letras. La casa es la que hace esquina. Tiene planta baja con puerta de cuarterones, planta superior con balcón y rematándolo todo el soberáu, que es donde antiguamente se guardaba la cosecha.
Está el cuarterón de la puerta abierto, llamamos con los nudillos en el marco pero no contesta nadie. En el balcón hay varias mantas tendidas al sol. Los pocos tornos que se ven están dispuestos a la suficiente distancia como para que no quepa la cabeza de un niño y evitar así accidentes. Es esta otra de las funciones tradicionales del balcón, la de dejar en él a los hijos solos, a la vista de los padres desde las tierras de labranza o al cuidado de los vecinos, que pueden atenderlos desde la calle. Se trata de una casa antigua construida pensando en el futuro, en los niños. Está aparentemente vacía. Entre los tornos cabecean al aire un par de claveles.
Son pequeños, rojos y poco vistosos pero preciosos.